"Vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver". La cita se suele atribuir a James Dean, responde perfectamente al concepto Carpe Diem, pero perfectamente podríamos atribuírsela a Alejandro III de Macedonia (356-323 a.C.), más conocido como Alejandro Magno. Con sólo 23 años heredó el trono de Macedonia de su padre, Filipo II. Acabó con la débil resistencia de los griegos y, en el 333, invadió Asia. El resto de su vida lo dedicó a conquistar el Imperio persa, primero, y luego seguir su incansable avance hasta el río Indo. Sólo las exigencias de sus tropas le impidieron seguir adelante.
Luego, como si hubiese sido tramado por el mejor de los guionistas, murió en Babilonia, en extrañas circunstancias, con solo 33 años. Ni siquiera se conoce a ciencia cierta dónde está enterrado el cadáver del gran conquistador. Elementos básicos para que se haya convertido en el gran mito de la Historia Occidental. No creo que exista nadie que haya levantado tantas pasiones y haya sido objeto de atención de todas las artes a lo largo de los dos milenos transcurridos. En la Antigüedad fue el modelo de Julio César, entre otros cientos. En la Edad Media, de todos los grandes reyes. Hasta el propio Gengis Kan quiso superarle con un imperio aún más grandioso.
Se han escrito muchas cosas sobre Alejandro III (personalmente recomiendo la biografía de A.B. Bosworth). En castellano tenemos el primordial ejemplo del medieval "Libro de Alexandre", escrito en versos de 14 sílabas, que desde entonces se llaman alejandrinos. Por supuesto, la mayoría de las cosas que se han escrito son más cercarnas a la leyenda que a la realidad, pero es que el personaje, por sus logros, se parece más a Aquiles o Eneas que a cualquier figura histórica. Repasemos la inmensidad de su legado.
En primer lugar, la salvajada del territorio que explotó y conquistó. Desde la Hélade hasta el río Indo, sólo Arabia se quedó al margen de sus conquistas. Aprovechando las innovaciones militares de su padre, Alejandro comandó un ejército imparable que derrotó a cuantos ejércitos se le pusieron por delante. Como anécdota, valga decir que no quiso entrar en Afganistán porque lo consideró inconquistable.
En segundo lugar, gracias a Alejandro se fusionaron, por primera y última vez en la Historia, los mundos Occidental y Oriental, cuya unión política fue bastante efímera, pero que fue fundamental para el crecimiento artístico, intelectual y literario de Europa. Al modelo clásico se incorporaron definitivamente aportaciones científicas y filosóficas de los mesopotámicos, medios, hindúes, budistas y egipcios. Desde el foco creado por él mismo en Alejandría y potenciado por los primeros Tolomeos, una nueva civilización se estaba creando, cuya culminación llegó con el orden romano.
A partir de ahí, los numerosos adelantos en todos los terrenos de la Antigüedad se unieron para crear un foco de civilización que comenzó a establecer los cimientos jurídicos, tecnológicos y científicos del Imperio Romano, que ya comienza a ser Europa. Discípulo de Aristóteles, aunque siempre fue más un guerrero que otra cosa, Alejandro supo que debía unir todos los elementos, materiales y espirituales, que cimentaban cada uno de los pueblos que conquistó. De la unión nace la fuerza y, aunque en sus días se enfrentó a una gran resistencia, consiguió aunar en un gran reino razas, conocimientos, lenguas y religiones de todos los rincones del globo.
De áhí que sea altamente revelador que la nueva sede del saber humano, Alejandría, que venía a sustituir a la decadente Atenas, lleve el nombre de su fundador, que fue mucho más que un mero conquistador. En su ejército no sólo viajaban militares, sino también ingenieros, artistas, cronistas y todo tipo de profesionales liberales. A golpe de espada, Alejandro también fue el primer viajero que se embarcó en una odisea científica.
Tanta fue su labor que es lógico que aún exista más leyenda en torno a él que verdad. En sólo 10 años sometió medio mundo. Es inevitable que tamaña hazaña oscurezca su auténtica aportación a la mente europea: el helenismo, donde Europa comenzó a ser lo que ya comienza a dejar de ser: el centro del universo.
lunes, 26 de diciembre de 2011
viernes, 9 de diciembre de 2011
Safo
"Dicen unos que nueve son las Musas. Qué negligencia. Que sepan que la décima es Safo la de Lesbos", escribió Platón sobre una de las poetisas más interesantes y enigmáticas de la Historia.
Safo de Mitilene, que vivió a caballo entre los siglos VII y VI antes de Cristo, gozó de gran fama en la Antigüedad. Aristóteles hablaba de la "divina Safo". Curiosamente, apenas nos han quedado unos pocos fragmentos de su poesía, delicada, elegante, novedosa, anticipadamente lírica. Sus más famosos versos son aquellos que, ante la contemplación de una "amiga", dicen:
"Apenas te miro y entonces no puedo
decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre
bajo la piel, por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor y toda entera
me estremezco, más que la hierba pálida
estoy, y apenas distante de la muerte
me siento, infeliz".
(Traducción de Carlos García Gual)
Estos versos muestran por primera vez en Occidente el tópico del amor que nos priva de los sentidos, del amor imposible que nos acerca a la muerte. Tópico que, casi dos mil años más tarde, repetirán Dante o Petrarca. No puede extrañarnos que, mucho más cerca, Séneca o Cicerón alabasen a la escritora de Mitilene, mito, leyenda y realidad que abre un camino a la poesía que ya nunca más se cerrará. Hasta en Bécquer o Neruda se escuchan ecos de Safo.
De la vida de Safo apenas se conoce nada. De ahí que, como en el caso de Shakespeare, los huecos permitan hacer mil y una cábalas sobre su figura. Ya Ovidio afirmó que, en la escuela que fundó en Lesbos, a sus alumnas tan solo les enseñaba artes amatorias. De su nombre deriva el adjetivo 'sáfico', como de su isla el de "lesbiana". Sin embargo, otra leyenda cuenta que se suicidó después de enamorarse de Faón, bello hombre que atrajo incluso la mirada de Afrodita. Así, todo lo que sabemos sobre Safo está más cerca de la fabulación de que del retrato histórico.
Sin embargo, los escasos versos que conservamos de esta magnífica poetisa siguen transportándonos a un mundo mágico, enamorado, que, aunque eternamente distante en el tiempo, resulta paradójicamente cercano.
"Y tú ¡Oh, dichosa! en tu inmortal semblante te sonreías: ¿Para qué me llamas? ¿Cuál es tu anhelo? ¿Qué padeces hora? —me preguntabas— ¿Arde de nuevo el corazón inquieto? ¿A quién pretendes enredar en suave lazo de amores? ¿Quién tu red evita, Mísera Safo? Que si te huye, tornará a tus brazos, y más propicio ofreceráte dones, y cuando esquives el ardiente beso, querrá besarte. Ven, pues, ¡Oh diosa! y mis anhelos cumple, liberta el alma de su dura pena; cual protectora, en la batalla lidia siempre a mi lado".
Escribe, a modo de súplica, la inmortal Safo en su "Himno a Afrodita", para García Gual el último poema de la despechada enamorada. Debemos evitar caer en las "mentiras" que se tejen alrededor de lo que no sabemos y, sencillamente, conformarnos con lo poco que tenemos. Safo, en sus ruinas, es asombrosamente actual. Siente como si fuera nuestra coetánea. Quizás fue ella la primera persona que supo trasladar a las palabras las inefables contradicciones del amor.
Safo de Mitilene, que vivió a caballo entre los siglos VII y VI antes de Cristo, gozó de gran fama en la Antigüedad. Aristóteles hablaba de la "divina Safo". Curiosamente, apenas nos han quedado unos pocos fragmentos de su poesía, delicada, elegante, novedosa, anticipadamente lírica. Sus más famosos versos son aquellos que, ante la contemplación de una "amiga", dicen:
"Apenas te miro y entonces no puedo
decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre
bajo la piel, por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor y toda entera
me estremezco, más que la hierba pálida
estoy, y apenas distante de la muerte
me siento, infeliz".
(Traducción de Carlos García Gual)
Estos versos muestran por primera vez en Occidente el tópico del amor que nos priva de los sentidos, del amor imposible que nos acerca a la muerte. Tópico que, casi dos mil años más tarde, repetirán Dante o Petrarca. No puede extrañarnos que, mucho más cerca, Séneca o Cicerón alabasen a la escritora de Mitilene, mito, leyenda y realidad que abre un camino a la poesía que ya nunca más se cerrará. Hasta en Bécquer o Neruda se escuchan ecos de Safo.
Safo y Faón |
Sin embargo, los escasos versos que conservamos de esta magnífica poetisa siguen transportándonos a un mundo mágico, enamorado, que, aunque eternamente distante en el tiempo, resulta paradójicamente cercano.
Escribe, a modo de súplica, la inmortal Safo en su "Himno a Afrodita", para García Gual el último poema de la despechada enamorada. Debemos evitar caer en las "mentiras" que se tejen alrededor de lo que no sabemos y, sencillamente, conformarnos con lo poco que tenemos. Safo, en sus ruinas, es asombrosamente actual. Siente como si fuera nuestra coetánea. Quizás fue ella la primera persona que supo trasladar a las palabras las inefables contradicciones del amor.
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